Ellos volaban lejos, desde la abrupta montaña púrpura, para alimentarse de reses y borregos, cerca de las aldeas humanas.
Él cultivaba flores en aquel prado regado por dos prístinos arroyos.
Todos los atardeceres, los dragones, ya cansados de la jornada, se acercaban ahí buscando el aroma de aquellas flores que les servían de agradable postre y los embriagaban con su dulzura.
Pero aquel hombre les ofrecía además algo muy especial. Era un pastor de dragones que los nutría de ternura, de tranquilidad, de calma.
A su lado, los temibles dragones machos bajaban la cabeza agradecidos; las hembras desovaban sin temor a los depredadores; y los dragones niños jugueteaban felices.
Él tenía el don de la serenidad, del sosiego.
Bastaba con eso para que ellos lo adorasen.
Un día el pastor fue asesinado por los hombres.
Fue entonces que se desató la furia de los dragones contra los humanos.
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lunes, 14 de febrero de 2011
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