«Un día, hace mucho, un tipógrafo trilero se equivocó con la caja de tipos y, ante la obvia reprimenda del impresor, echó la culpa a un duendecillo flemático que se entretenía mirando cómo se componía una línea en plomo»
Quizá no lo sepas, pero entre los periodistas circula una vieja leyenda según la cual junto a algunos de nosotros, los que somos despistados o idiotas, según se mire, habitan unos seres diminutos, los llamados 'duendes de la imprenta', que son irónicos y cuya diversión es causar pequeños estropicios para agotarnos la paciencia. Esa leyenda es verdad. Pues bien, el que me escogió como su socio humano en el periodismo me protege profesionalmente, pero a veces me las arma, se ríe, se esconde y no coge el teléfono hasta que sabe que se me ha pasado el mosqueo e intuye que se la he perdonado otra vez. Entonces sí, observa con esos ojillos impenetrables, asoma la cabeza, sonríe y vuelve a las andadas.
Nunca se sabe si va o viene, o por dónde va a salir, con lo cual no es aconsejable importunarlo y menos aún usar la lupa para localizarlo. Ni a este ni al resto de los que recorren los suelos de las redacciones les gusta dejarse ver y además pueden desatar la caja de los truenos, transmutando su pachorra de mastín del Pirineo en una tormenta para la que no hay paraguas ni cobijo. Y todo por un imponderable, como siempre. Un día, hace mucho, un tipógrafo trilero se equivocó con la caja de tipos y, ante la obvia reprimenda del impresor, echó la culpa a un duendecillo flemático que se entretenía mirando cómo se componía una línea en plomo. «Cosas del duende de la imprenta», dijo mirando al techo. Ahí empezó, con una bellaquería. Con los años, a los periodistas de entonces les resultó ocurrente y oportuna la argucia, se la apropiaron, y decidieron atribuirles aquellos errores que no querían reconocer, ignorantes de que, a sabiendas del sambenito que se les adjudicó, los gnomos callaron y silbaron distraídamente. Desde ese día juegan con ventaja, unas veces corrigen los desastres sin pestañear y otras dejan entre sonrisillas que trasciendan. Depende bastante de cómo rivalicen o se entiendan con nosotros.
Y poco más sabemos de ellos salvo que se atiborran a miel y que algunas noches al acabar su trabajo se encaminan discretamente a un tugurio desconchado con luz amarillenta para echar unas manos de póquer. Si tienes la suerte de presenciar sus timbas, podrás descubrir que son muy poco exquisitos con los fulleros y que, además, respetan a rajatabla tres simples reglas que, según Manuel Vicent, son imprescindibles para sobrevivir no solo en la mesa de naipes: no tomar inquina a un jugador determinado ni tratar de humillarlo con una jugada de ventaja, no meter el ego en el juego, y dejar éxitos, fracasos, envidia y vanidad en casa.
Eso le decía un sujeto viejo a un joven mientras ascendían por la Bajada de la Libertad observando distraídamente las caras de los conductores que aguantaban el atasco de cada tarde. A su lado, cuchicheando a ras de suelo, dos insignificantes bultos arratonados paseaban al mismo ritmo mientras se entrecruzaban con ratas, hurones, topillos y otros escuetos animalejos callejeros.
Quizá no lo sepas, contaba el más gruñón mientras miraba cada poco hacia arriba, pero entre los duendes de imprenta circula una vieja leyenda según la cual algunos de nosotros, los más despistados o idiotas, nos dedicamos a cambiar letras y frases en los textos de los periódicos. Pues es mentira. Los errores los cometen los periodistas, es público, y además nos importan un bledo las distracciones de esa panda de juntaletras tan impresentables como este socio descerebrado que me busqué y que casi me pisa. Nosotros procuramos enmendárselas porque, como benefactores suyos que somos, nos resulta sencillo evitarles un disgusto; lo que ocurre es que no siempre llegamos a tiempo. Pero suyas son y transigimos. Lo que ya no te negaré es que si después de armarla y de culparme tiene la osadía de reírse como un conejo, abusando de mi capacidad de aguante, es cuando le incomodo con alguna chinita puntiaguda en el zapato y me escondo, pero no para tentar su paciencia como cree, sino para salvar el equilibrio de la sociedad.
Te aconsejo por eso que escojas uno que no te dé mucha guerra, porque este mío es como un niño grande. Y recuerda, cuando mañana empieces a saltar de mesa en mesa por los teclados de la redacción, piensa que somos su compañía amiga y no le organices mucho lío si oyes que te echa la culpa. Perdónasela y no revuelvas la marmita, que tú estás ahí para preocuparte más de la esencia de sus informaciones y opiniones que de sus gazapos.
Por cierto, lo olvidaba, hay algo que no te he contado. Es posible que un día te topes ante una loa empalagosa, poco afortunada. Es rara su presencia, pero nunca debes excluir la posibilidad. ¿Qué hacer ? A nosotros no nos gustan, pero la decisión la deberás tomar tú solo. Si te sirve, tiempo atrás Pedro Gómez Aparicio escribió en su 'Historia del periodismo español' una que comenzaba así: «Franco pudo haber sido un periodista realmente extraordinario de no requerirle otras dedicaciones más trascendentales: poseía una intuición despierta, una sensibilidad para lo informativo, un gusto literario y, sobre todo, el convencimiento de la fuerza orientadora y formativa que representa el periódico en una sociedad moderna». Nosotros dijimos 'amén' al verla, pero tu antepasado se calló, miró a los ojos al autor, se quedó pensativo, subsanó las erratas de imprenta, renunció a la sociedad y no le volvió a hablar. Parece ser que el bulto arratonado, al quebrarse la complicidad, sonrió tenuemente y arrojó al suelo las chinitas puntiagudas. Uno perdió el socio. Otro perdió el duende.
ANTONIO ÁLAMO
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martes, 5 de abril de 2011
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