Manuel era el menor de cinco hermanos. Su familia era muy humilde. Su padre era herrero, y su madre horneaba pastelitos para vender en la plaza de su pueblo.
Los cinco hijos colaboraban con sus padres, pues el dinero no alcanzaba. Los mayores trabajaban en la cosecha, los del medio vendían los pastelitos en la plaza, y Manuel ayudaba, en la cocina, a su madre. Manuel también quería vender pastelillos, pero, como era el más pequeño, sus padres no se lo permitían.
Trabajaban juntos para salir adelante. No era sencillo. El esfuerzo era grande, y la paga muy chica. La pobreza, el sacrificio y las necesidades no habían conseguido que Manuel no soñase, ése era un derecho que nada ni nadie podía negarle jamás.
Soñaba con muchas cosas, sobre todo, con que su familia saliera adelante y pudiera vivir una vida digna. Que su madre no tuviese que pasar horas horneando pasteles y que los cinco hermanos lograran estudiar.
Manuel tenía otro sueño más, entre los tantos que tenía. Deseaba, con toda el alma, ver nevar algún día. Algo casi imposible, cuando se vive en una zona tropical.
Cuando se nublaba o llovía, Manuel le decía a todo el mundo que, seguramente, luego nevaría. No todos comprenden los sueños de la misma manera, para algunos, son el pasaporte a una vida mejor, para otros, pueden resultar peligrosos y portadores de futuras desilusiones.
El padre de Manuel no renegaba de que su hijo soñase tantas y diferentes cosas, es más, le parecía sano y una manera de salir –aunque fuese por un rato– de la realidad que atravesaban. La madre, en cambio, no pensaba igual. Estaba muy preocupada pues pensaba en la desilusión de su hijo al comprobar que la vida no cumplía sus sueños.
Una mañana, el cielo amaneció por demás oscuro. Las nubes amenazaban con una gran tormenta. Manuel se levantó feliz, mientras cocinaba con su madre, le preguntó entusiasmado:
–¿Qué harás, mamá, con el primer copo de nieve que caiga? –sus ojos brillaban al pensar en ese momento, y su rostro se iluminaba como sólo lo hacen los rostros de las personas que alimentan un gran sueño en su corazón.
–Jamás nevará, Manuel –contestó firme su madre–. Ya no sueñes más con ello, es inútil, mira el calor que hace. No nevará hoy y tampoco mañana, ¿entiendes?
Manuel dejó escapar una lágrima. Sólo una. No era un niño que se rindiera fácilmente. Sabía que era difícil que nevase, también sabía que era difícil salir de la pobreza, estudiar, vivir sin penurias económicas, pero no era difícil soñar y no iba a renunciar a ello. La madre, apenada, tomó la cara de su hijo con ambas manos y trató de consolarlo:
–Ya no pienses más en ello, hijito. No nevará y no te entristezcas. Piensa que, si cayera nieve, no tendríamos ropa suficiente como para soportar el frío.
Manuel no respondió nada. No quería contradecir a su madre. Las nubes se disiparon, y, una vez más, el sol acaparó el cielo. Al niño no le importó, su sueño se mantenía intacto. Al finalizar el día y cuando su padre fue a darle las buenas noches, Manuel le preguntó:
–¿Qué harás, papá, con el primer copo de nieve que caiga?
–Te lo regalaré a ti, hijito –expresó sonriente su padre.
–Pero, si nieva, nos moriremos de frío. No tenemos suficiente ropa, ni guantes, ni gorros –agregó el niño.
–No te preocupes por eso, tú sueña, si viene la nieve, seguro traerá abrigos suficientes para todos, ahora duerme –el papá acarició la cabeza del niño y se retiró.
Manuel casi no pudo dormir esa noche. Su padre no se había molestado porque él quisiera ver nevar. Tal vez, era posible. Quizá sí existía la posibilidad de que ése y sus otros sueños se hicieran realidad.
Entonces, sintió aun más ganas de luchar por aquello que deseaba alcanzar. A veces, hasta para soñar, es bueno contar con alguien que nos apoye y nos acompañe.
A la mañana siguiente, Manuel tomó una decisión. Saldría a vender él los pastelillos y le pediría a uno se sus hermanos que lo reemplazara en la cocina. Les rogó a sus padres que le concedieran el permiso de comerciar él la mercadería, asegurándoles que, gracias a su simpatía, podría vender más.
No eran tiempos para dudar, los padres accedieron al pedido del niño, y éste partió feliz con su canasta llena. Dicen que cuando alguien desea algo con toda su alma, ese algo se concreta. Manuel vendió todos los pastelillos y fue a buscar más. Así pasaba todos los días, vendiendo más y más. Como su madre no hacía tiempo a cocinar tantas tandas, el niño aprovechaba el resto de la jornada para ayudar, en la cosecha, a sus hermanos.
Los ingresos de la familia comenzaron, de a poquito, a aumentar. Una mañana, mientras vendía en la plaza, Manuel vio un carromato enorme que circulaba por el pueblo. Era la tienda ambulante de Mohamed, un turco que vendía prácticamente de todo: prendas, adornos, manteles y muchas cosas más. Justo al pasar frente al niño, una de las ruedas del carromato se rompió. Mohamed, molesto, bajó del caballo y, agarrándose la cabeza, comenzó a quejarse. Se dirigía hacia una aldea vecina a entregar una importante cantidad de artículos, no podía perder ese negocio. Manuel, que había presenciado la escena, se acercó al hombre y, ofreciéndole un pastelito, le sugirió:
–Tenga, coma este rico pastel, mientras llamo a mi padre. Él es herrero y podrá soldar su rueda.
Sorprendido, Mohamed aceptó el pastelito y esperó. El papá del niño no se hizo esperar. Soldó la rueda rota y ajustó las otras también. Su trabajo fue impecable y más que rápido. Su carromato andaba como nunca antes, podría recorrer más distancias y vender más. Agradecido, Mohamed prometió al herrero que le daría más trabajo, y así ocurrió. Diariamente, le llevaba diferentes objetos para soldar, lo recomendó a otros comerciantes, quienes también requirieron sus servicios. Una mañana, Mohamed, se arrimó a Manuel, que realizaba sus ventas en la plaza y le dijo:
–Has sido muy amable y generoso conmigo, quiero recompensarte, puedes elegir, de mi tienda, todos los productos que desees, son tuyos.
Manuel quedó mudo, sus ojos no sabían qué mirar primero y, menos aún, qué elegir. De repente, divisó un sector de ropa de lana, estaba un poco escondido pues, en aquella zona, nadie compraba vestimenta tan abrigada.
–¿Puedo tomar algunos gorros y algunos guantes? –preguntó tímidamente el niño.
–Mirá justo lo que vas a elegir, criatura. Nadie quiere eso, lo tengo hace varios años. ¿Para qué quieres ropa abrigada?
–Si se lo digo, no lo entendería. ¿Puedo agarrar esa ropa, señor? –insistió ansioso Manuel.
–Si es lo que quieres… Llévatela toda, hay suficiente para toda tu familia.
Manuel agradeció inmensamente a Mohamed, que murmuró desconcertado:
–Niños… ¿quién los entiende?
Manuel corrió cuanto pudo para regresar a su casa, en el camino y mientras el cielo se iba cubriendo de cómplices y grises nubarrones, pensaba en cómo todo había mejorado. El dinero alcanzaba, no sobraba, pero ahora no sufrían necesidades. Sus hermanos habían empezado a estudiar, y su madre ya no transcurría el día entero en la cocina.
Al llegar, encontró a toda su familia reunida. Ninguno de ellos, excepto su papa, entendió bien qué hacía cargado de guantes, gorros y bufandas. Manuel se apresuró a repartir las prendas entre los suyos. Se abrigó él también, y, como si un ángel estuviese espiando su deseo, el paisaje se vistió de blanco. Increíble e inesperadamente blanco. El pequeño no podía ni quería contener su felicidad. También ese sueño, tal vez el más extraño e imposible, se había hecho realidad. Esa nevada inusual traía consigo la certeza de que no se debe dejar de soñar y que, si los ayudamos, los sueños pueden cumplirse, por raros que puedan parecer. Manuel tomó el primer copo de nieve y se lo obsequió a su padre, quien, orgulloso, le dijo:
–Es todo tuyo, hijo, te lo mereces, te lo has ganado en buena ley.
por Liana Castello
Escritora
castelloliana@gmail.com
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domingo, 10 de abril de 2011
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