Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino y hacía cada día banquete con esplendidez. Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquel, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico; y aun los perros venían y le lamían las llagas.
Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; y murió también el rico, y fue sepultado.
En el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno.
Entonces, gritando, dijo: “Padre Abraham, ten misericordia de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama”.
Pero Abraham le dijo: “Hijo, acuérdate de que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, males; pero ahora este es consolado aquí, y tú atormentado.
Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quieran pasar de aquí a vosotros no pueden, ni de allá pasar acá”.
Entonces le dijo: “Te ruego, pues, padre, que lo envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento”.
Abraham le dijo: “A Moisés y a los Profetas tienen; ¡que los oigan a ellos!”
Él entonces dijo: “No, padre Abraham; pero si alguno de los muertos va a ellos, se arrepentirán”.
Pero Abraham le dijo: “Si no oyen a Moisés y a los Profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levante de los muertos”.
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martes, 17 de mayo de 2011
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