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domingo, 12 de junio de 2011

Capadocia: la vena artística de la naturaleza

En pleno corazón de Anatolia nace un paisaje labrado por el viento y el agua, un mundo más propio de otro planeta en el que sus misteriosas ciudades subterráneas se mezclan con el duende de su gente.

Cuenta una antigua leyenda que en la Capadocia turca, hace miles y miles de años, convivieron en perfecta armonía humanos y hadas. Pero la pasión vino a jugarles una mala pasada: un hombre y una hada rompieron el pacto sagrado y, locamente enamorados, huyeron para poder compartir sus deseos prohibidos. Fueron capturados y condenados con la pena de muerte.
Sin embargo, la reina de las hadas les perdonó bajo juramento de que nunca volverían a verse. Pero la reina, asustada por lo acontecido, decidió convertir a todas las hadas en palomas. Desde entonces, los habitantes de Capadocia cuidan con esmero de esas palomas que guardan en unos enormes conos de arenisca de tonos naranja, rosa o amarillo, que ellos llaman las «chimeneas de las hadas».

En realidad, todo comenzó hace millones de años, cuando los volcanes Erciyes y Hasan cubrieron las planicies de Capadocia de lava, barro y ceniza que, al fusionarse, formaron una capa de roca suave llamada «tufa». Lo demás sólo era cuestión de tiempo y de que la naturaleza sacase a relucir su vena más artística para esculpir un paisaje onírico y surrealista. El resultado final es una maravillosa concatenación de cañones escarpados y valles plagados de monolitos cónicos de caprichosas formas y colores, un magnífico decorado que bien podría estar firmado por el genial Gaudí.

Desde el cielo
Göreme nos regala otro mágico amanecer. En un cielo que comienza a teñirse de un intenso azul se dibujan figuras semejantes a gigantescas bombillas multicolores. Son los globos aerostáticos que cada mañana inflan sus enormes panzas y, con la única ayuda del aire caliente, logran elevar una pesada cesta abarrotada de turistas asombrados ante el imponente paisaje. El silencio es absoluto. La sensación es de estar suspendido en el aire y de que es el suelo el que se mueve a tus pies.

Dejamos atrás Göreme con sus chimeneas humeantes que nos regalan aromas a café y a pan recién horneado. La mayoría de las casas están labradas en los monolitos pétreos, los mismos que en los albores de la cristiandad fueron usados como iglesias o monasterios. Todavía se pueden ver más de 600 de estas iglesias diseminadas por los valles pero, si el tiempo apremia, lo mejor es visitar el Museo al Aire Libre en las cercanías de Göreme –un amasijo de templos bizantinos labrados en roca entre los siglos VIII y XIII–, declarado Patrimonio de la Humanidad en 1985. Hay para todos los gustos: templos primitivos, sin ornamento alguno; iconoclastas, decorados con motivos de geometría simple, o la Karanlik Kilise –la «Capilla Sixtina» de la Capadocia– que gracias a no tener apenas ventanas ha conservado unos frescos policromados increíblemente bellos.

Una mole pétrea
Seguimos navegando, entre murmullos respetuosos y alguna exclamación, mientras descendemos confiando en encontrar un lugar apropiado para aterrizar. Pero todavía queda tiempo para maravillarnos al contemplar el juego de formas y colores que nos brindan el valle del Amor, el Rojo o el de la Miel. Y para quedarnos sin palabras cuando vemos, recortada en el horizonte, la impresionante mole pétrea –perforada por túneles, ventanas y galerías– del Castillo de Uchisar. Esta fortaleza es el punto más elevado de toda la Capadocia, por lo que no es difícil imaginar las maravillosas vistas que nos regala, sobre todo en los atardeceres. Tomamos tierra sin apenas sobresaltos, entre risas y aplausos, y con la sensación compartida de haber descubierto una región que, por sí sola, justifica un viaje a Turquía.

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