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viernes, 27 de enero de 2012

Las trapacerías de Pedro

Pedro Urdemales decidió volver a las trapacerías. Los tiempos estaban muy duros. Aunque se había jubilado hacía ya varios años, la necesidad lo apretaba cada vez más. El dinero apenas le alcanzaba para poder comer. De manera que durante dos semanas, trabajó arduamente en la elaboración de una pomada. Se fue al monte. Juntó unas hierbas aromáticas y mezclando varias pociones, les fue quitando el color verde hasta lograr un blanco transparente. Buscó la bolsa con cajitas de pomadas de lustrar y pacientemente fue llenándolas. Se cortó bien bajito el pelo. Se instaló frente al espejo y con cuidado se colocó un plástico especial, idéntico a su piel, sobre el cabello. Así daba la impresión de estar completamente calvo. Se subió a la bicicleta y silbando partió hacia el primer pueblo.


Los pobladores de Camas Amontonadas trabajaban en los cañaverales y todos eran calvos. Se decía que a comienzos de siglo, un tornado había castigado el lugar llevándose todo lo que había encontrado a su paso, incluyendo la cabellera de hombres, mujeres, niños y también la lana de las ovejas . Desde entonces, la mayor parte de sus habitantes eran pelados. Algo similar ocurría con poblados cercanos, pero en menor medida.

Cuando el sol hincó sus rayos sobre la plaza de Camas Amontonadas, hizo su aparición Pedro Urdemales. Era imposible que alguien lo reconociera. El hambre le hacía tartamudear el estómago. Entró a un boliche; pidió un guiso de arroz y una jarra con agua. A través de la ventana volaban sus pensamientos. El bolichero era un hombre corpulento, de simpáticos bigotes.

- ¿A qué hora vuelve la gente de los cañaverales?, dijo Pedro.

- Alrededor de las tres de la tarde, paisano. Por el camino principal regresan todos. ¿Qué anda haciendo por estos lares?

- Ando de paso. Me dirijo a Mancopa.

- ¿Y a qué se dedica?

- Vendo productos medicinales.

- Ajá. ¿Y qué clase de productos?

- Son para la calvicie...

- ¡No me diga! Acá encontrará muchos clientes... Estos aparceros sienten vergüenza de su calvicie y muchos usan gorras, desde los viejos hasta los más chiquitos. Es por esa historia del tornado, ¿sabe?

- Sí, mi abuelo solía contármela. Dicen que el vendaval fue tan feroz que se llevó hasta la memoria de los pobladores y amontonó todas las camas en la plaza. Ocurría luego que nadie recordaba nada, ni siquiera sus nombres. Los padres no sabían cuáles eran sus hijos y viceversa. Los chicos se la pasaban llorando porque ni siquiera reconocían a sus amigos. Finalmente, los mayores tuvieron que buscar los documentos y fotografías familiares para saber quiénes eran. Y otro tanto sucedió con las camas, los perros, los gatos, las gallinas, los patos. ¿Quiénes eran sus dueños? Tras largas peleas y discusiones, el juez de paz decidió sortear camas y animales entre los habitantes... Así se calmaron un poco las cosas, pero siguieron desmemoriados hasta el día de hoy. No recuerdan absolutamente nada del vendaval, ni de lo que ocurrió antes.

- ¡Caramba, mi amigo! ¡Esa parte de la historia, sí que no la conocía!, dijo el cantinero.

Pedro Urdemales miró el reloj. "Me voy, compadre", dijo y partió. Al llegar al camino principal divisó un algarrobo enorme como la mentira. Se bajó de la bicicleta, juntó unas piedras grandes y se subió a ellas. A los diez minutos, aparecieron unos treinta hombres que volvían del cañaveral. "¡Eh, compadres! ¿Cómo les va?", les gritó haciendo equilibrio en el montículo. "Veo que todos tienen problemas con el pelo y yo les traigo una solución".

Los obreros se acercaron con curiosidad. El más viejo preguntó: "¿Qué es lo que vendés?"

- Una pomada medicinal que en siete días te hace crecer el pelo...

- ¡Muy gracioso! ¡Parece un chiste! Vos sos pelado, ¿por qué no usás tu propia medicina? ¡Andá a embaucar a tu abuelita!

- Justamente de eso quería hablarles. No quiero que ahora me compren nada. Haremos una prueba. Delante de todos me pasaré la crema por la cabeza y volveré en una semana. Verán entonces que mi cabello ha comenzado a crecer.

Pedro sacó la pomada y se la frotó suavemente por el cuero cabelludo. Uno de los campesinos se acercó a olerla. "Está bien. Te esperaremos", dijeron inquietos porque ser calvos era algo que los avergonzaba.

Urdemales siguió rumbo a otros villorrios. Anduvo por Cachi Yaco, Tusca Pozo, Mancopa, Cortaderal y Villa Trulalá. Cuando llegó al último emprendió el retorno.

Se fue cerca del río para que nadie lo viera. Se sacó la piel de plástico que le cubría la cabeza y apareció su cabello. Los pobladores estaban asombrados y le compraron una gran cantidad de pomadas. Cuando asomó la nariz por Camas Amontonadas, el viejo del grupo que lucía una gorra azul, pidió permiso para tocarle el pelo y constató que era realmente verdadero. "¡Es increíble!", señaló boquiabierto. De esa manera, Pedro Urdemales vendió la última provisión de productos medicinales que le que quedaba. Cargó la bolsa hinchada de billetes y monedas sobre sus espaldas y partió. Estaba muy contento. No veía las horas de llegar a casa para contar el dinero.

Bicicleteó toda la tarde y al llegar la noche ya se encontraba en la espalda del monte. Suspiró largamente. Estaba a salvo. Halló una cueva donde refugiarse de la tenue llovizna que lamía la copa de los árboles. Hizo una fogata para calentarse, comió pan con queso y bebió un poco de vino. Puso la bolsa con dinero bajo su cabeza, se tapó con una manta y el sueño se apoyó en sus pensamientos.

Un rugido lo despertó bruscamente. Al abrir los ojos, divisó un puma merodeando en la entrada de la cueva. La fogata estaba casi apagada. Pedro sintió que se le partía en dos el corazón. Intentó articular alguna idea, pero al menor movimiento, el felino lanzó un poderoso gruñido poblando de ecos el monte. "¡Estoy perdido! Tanto esfuerzo en ganar unos pesos para terminar ahora en las fauces de un puma. Seguro que esta es su cueva. ¡Qué mala pata!", se reprochó a sí mismo. No había manera de pedir auxilio. Estaba solo. Se le ocurrió hablarle cariñosamente, pero a medida que lo hacía, la furia era una enredadera en los ojos del animal. Se puso entonces a rezar en voz alta. Tampoco dio resultado. El felino vio que las brasas estaban casi extinguidas y se arrimó a la entrada con desconfianza, dibujando círculos.

El sudor le nublaba la vista a Urdemales. "¡Eh, puma, te doy esta enorme bolsa con dinero, pero no me comás, por favor!", gritó muy nervioso y le arrojó la bolsa. Cuando el puma la olfateó, Pedro quiso salir corriendo por un costado y treparse a un árbol. El animal dio un gran brinco cortándole el atajo. Las piernas se le aflojaron; sintió por un instante que se desvanecía.

Un grito en un idioma desconocido retumbó en el aire y vio con asombro cómo el puma se iba maullando como un inocente gatito. "¡Te salvaste, atorrante! ¡Ya podés suspirar tranquilo!" La voz saltaba como sapo en los matorrales. "No sé quién sos, pero te agradezco. Estaba francamente perdido", contestó Urdemales, que volvió a sobresaltarse al buscar la bolsa con la mirada. Esta había desaparecido.

Una estridente carcajada hizo tiritar las hojas del algarrobo. "¡Estoy arriba tuyo!" Las llamas se avivaron entre las brasas y Pedro divisó sobre una enorme piedra a un hombrecito con sombrero que tenía una sonrisa dibujada bajo los bigotes. Con inquietud dijo: "supongo que sos un duende o algo parecido. Porque sólo alguien tan bribón como un duende puede hacer desaparecer cosas ajenas. Y me estoy refiriendo a la bolsa que le tiré al puma y que ya no está".

- Dicen que el que roba a un ladrón, tiene cien años de perdón. Efectivamente, soy Eulogio, el duende del pueblo. Defiendo a los pobres, a los changuitos, a los viejos y también a los ingenuos...

- ¿Y yo qué tengo que ver? No hice nada malo. Soy un buen hombre, sólo vendo productos medicinales inofensivos que ayudan a la gente, como es el caso de los calvos. Digamos que soy un inventor y vendedor de cosas necesarias para vivir. Por ejemplo, como todos los duendes son enanos, te doy a cambio de la bolsa que me quitaste, una pomada para el crecimiento, ¿qué tal?

- ¿Para qué quiero ser alto?

- Muy sencillo. Siendo alto, serás más poderoso que los demás duendes y no podrán impedir que seás su rey. Nadie te desafiará porque te tendrán temor. Además, los reyes petisos son horribles y malvados.

- Se trata de ser una buena persona, no de ser rey o petiso. ¿Para qué quiero ser rey o alto? ¿Acaso eso me hace mejor persona? Dicen que las personas y los reyes malvados son aquellos que en lugar de corazón tienen una piedra...

"Está bien", dijo Pedro, pero no dándose por vencido, agregó: "Ya que no querés ser rey ni alto, te doy un jarabe que te convertirá en el duende más inteligente y bueno del planeta; eso sí, siempre y cuando me devolvás la bolsa... Porque si no me devolvés lo que me has robado, te volverás más enano de lo que sos".

Eulogio pensó un instante. Miró el cielo con preocupación y calculó que en dos horas más despuntaría el sol. Encendió pausadamente su pipa y dijo: "Los vecinos de Camas Amontonadas sólo recuperarán la memoria si dejan de ser calvos. Como eso no sucederá porque tus productos sólo sirven para hacer crecer la mentira, tenés que regresar, pedirles perdón y devolverles el dinero. Ellos se curarán y vos tendrás la oportunidad de convertirte en un buen hombre. Si no lo hacés serás víctima de tu propia trampa".

- ¡Pero eso es imposible! ¡Me van a matar! ¡No puedo!

El duende se transformó en un tuquito y se fue parpadeando en la oscuridad. La bolsa apareció junto a una piedra.

Pedro Urdemales se acurrucó bajo el algarrobo. Apoyó la cabeza en las rodillas y cayó en una larga meditación. "Si voy a Camas Amontonadas y digo la verdad, seguro que me colgarán... Pero si se dan cuenta de que les ofrezco recuperar la memoria y devolverles el dinero, a lo mejor me perdonan. No creo que los calvos sean tan necios... He aquí un problema: pasaré a llamarme entonces Urdebienes y ya no tendré ganas de realizar trapacerías, entonces mi vida se volverá aburrida porque no quiero hacer otra cosa... No voy a ir. Es una decisión tomada".

Pedro se puso la bolsa al hombro y montó la bicicleta. La luz del amanecer le golpeó el rostro al salir del monte. Se detuvo abruptamente. No había revisado la bolsa. "Los duendes son demasiado pícaros y a lo mejor, Eulogio me hizo una jugarreta", pensó. Abrió la bolsa y sólo había papeles de diarios viejos. Algo extraño ocurrió en ese instante. Un loro desvelado le gritó: "¿Adónde vas Pedrito Urdemales?" "No me llamo así", respondió Pedro. "Mi nombre es... mi nombre es..." No supo contestar. Tampoco sabía adónde iba ni dónde estaba. Se pasó la mano por la cabeza y notó que estaba completamente calvo. © LA GACETA


Roberto Espinosa - Periodista y escritor. Autor de El caracol de los sueños.

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